Preparar una maleta para casi dos meses no es fácil. Sabía que necesitaba ropa de invierno, zapatillas de deporte, toallas, un cuaderno, el pijama… Ahora que ha pasado un mes y vivo con 20 kilos de equipaje, me doy cuenta de que hay algo que no echo de menos: mi reloj. ¿Para qué? En Paraguay el tiempo es lo de menos.
Ayolas, desde el minuto en que me recibió en forma de abrazos y sonrisas de todos, me habla de tranquilidad, de tomarse la vida en una zona horaria diferente, sin mirarnos la muñeca continuamente o consultar la pantalla del móvil.
Aquí lo importante no es a qué hora vamos a vernos o seguir un horario todos los días. Los planes cambian, son a otra hora e incluso en otro lugar.
A las nueve de la mañana llegamos a la Escuela de Las Mercedes, un barrio a las afueras de Ayolas. Tenemos las mochilas llenas de materiales y un montón de actividades que preparar. Pero cuando llegamos, los niños corren hacia nosotros y hay que improvisar. Qué más da si estamos juntos, me digo, aunque mi mente organizada quiera seguir planeándolo todo.
A las tres de la tarde nos esperan en San Isidro. Por el camino, los niños se nos acercan, me agarran de la mano y caminamos juntos hasta la capilla. Dibujamos barcos y los decoramos con pintura de dedos. No tenemos azul, pero aprendemos a mezclar colores y acaba siendo una obra de arte.
Cuando terminamos, Ara me pide que le dé vueltas, que le enseñe a hacer volteretas y que la lleve a caballito. María, Larisa, Noemí, Manu… Ellos se ríen, saltan y no se sueltan de mis piernas. Yo me mareo y sigo girando. Pero a un ritmo distinto, uno que me habla de serenarme, de encontrarme de verdad con el otro, de mirar a los ojos y de ver al Señor en lo pequeño.
El sol se va mientras volvemos a casa y los colores del cielo me acompañan, mientras sigo mareada de dar tantas vueltas. Estoy llena de emociones, pero mi corazón me pide que siga girando. A Tu ritmo y no al mío.
Celia Martínez