Marinela

ImagenLuanda, 22 de abril de 2013

Marinela anda por los dieciséis o diecisiete años ya. Siempre aseada y amable, tiene la habitual proporción de los angoleños: esa belleza firme, atlética. La mirada dura. Tanto equilibrio se trunca al llegar a su tobillo derecho. Un bulto del tamaño de una manzana lo troncha y atrofia, sin impedirle caminar. Al menos, de momento.

Marinela habla castellano, a pesar de que hace ya nueve años que regresó de España. La congregación le financió un viaje a Madrid, donde fue operada del pie tras ser atropellada en la puerta del colegio. El médico que la vio en Luanda quería amputarle la pierna. Ella era pequeña, pero no tanto como para no ser consciente de que Madrid fue entonces su tierra prometida. Su salvación.

Nueve años después, lo sigue siendo. Cuando habla de su mal, de su tobillo que drena pus, dice “el médico me ha dicho”, “el médico me ha recomendado”. Lo cuenta en una conjugación incorrecta de su vida. Como si no quisiera soltar su pasado, como atada a un pretérito cercano desde el que no hubiese transcurrido ya casi una década. Y tampoco ha dejado que el tiempo mine su español, el adquirido en aquellos nueve meses como hija de acogida de una pareja. Ella tiene la convicción de que volverá. La cuestión es cómo.

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En todos estos años, ningún doctor, ni de cabecera ni especialista, ha vuelto a chequear el pie de Marinela. La chica ronda a las monjas un día sí y otro también. Todo su anhelo es regresar. De algún modo, ya vive en Madrid en una realidad paralela a la del barrio Palanca. Pero las hermanas, que fueron sus ángeles y lo siguen siendo, se rebelan ante la zalamería de la joven. Saben de su necesidad, de la rémora de su pierna imperfecta, pero no urgente; y saben de su plan secreto de querer ablandar el corazón de las “irmãs” y conquistar un nuevo pasaje a Barajas.

“Ella conoció aquella realidad, pero tiene que vivir ésta”, sentenció la hermana. Y no es frialdad, es la realidad descarnada: otros mil niños aguardan a esta mujer para continuar con las clases en la “escola”. Y no tienen un tobillo amorfo, sino un padre borracho, una madre palúdica, la casa inundada, el estómago vacío… Cada pequeño lleva su cruz, y esta hermana la de todos ellos juntas.

“No la miméis demasiado, por favor”, añadió. Y la religiosa volvió a zambullirse en sus obligaciones, dejando a una voluntaria haciendo fotos a su terrible caso clínico… y a la otra con la lata de Nivea de estraperlo en la mano para regalársela a la niña…

“La Nivea me la pongo por la mañana”, dijo como si lo hubiese hecho aquel mismo día, refiriéndose al comienzo de la década pasada.

P. G. Mahamud