Llegamos a Luanda en medio de una oscura noche africana. El primer día mis compañeros de voluntariado y yo apenas dormimos, ansiosos como estábamos por conocer todo lo que íbamos a tener alrededor en las próximas semanas. Nos avisan de que estamos en cacimbo, la estación del año más fría y seca. Cacimbo es una palabra propia de Angola, y pronto empiezo a utilizar expresiones —esta vez en portugués— que apenas digo en español porque así tienen más sentido: jantar (“cenar”) con las irmãs(“hermanas”) de la comunidad que tanto nos cuidan y tanto se preocupan por nosotros entre historias, anécdotas y risas; dar aula (“clase”) a los meninos da escola, pensar algún jogo para la sexta-feira (“viernes”). Sin embargo, si me tengo que quedar con una palabra que me resuena más que otras, esa es partilhar (“compartir”). Compartes unas sevillanas y a cambio te enseñan a bailar Lhe avança o Anda tipo pato.

Compartes una celebración y todos están encantados de darte la bienvenida, e incluso de abrazarte. Compartes los números en inglés y enseguida te piden que enseñes los colores —¡y que les digas cómo se pronuncian, que si no no van a aprenderlos bien!—. Compartes una sonrisa que dibujas en un cuaderno y rápidamente te devuelven una que no es de papel, sino de carne y hueso. Compartes la realidad que vas viendo en las calles de Luanda. Por compartir, compartes hasta el viento que te abofetea desde la ventanilla bajada de un Land Rover que cruza las carreteras llenas de baches que atraviesan Angola. Compartes tanto que no paras de decir obrigado (“gracias”).

Me acuerdo en pocas ocasiones de España pero, cuando lo hago, ese vago recuerdo me lleva a pensar que vivimos en un mundo, como poco, raro, por ponerle de momento algún adjetivo.

Cuando volvamos dentro de una semana, saldremos también de noche y esa será la última imagen que tengamos de Luanda. Todo lo que he compartido y todo lo que he vivido me sugiere que a mi regreso tendré que seguir despierto, tanto como en la madrugada en que llegué y probablemente también en la que me vaya, como si un voluntario cuando vuelve fuera siempre un guardián permanente de un turno de noche, de modo que haya alguien siempre en vela para que la humanidad no se adormezca.

Jorge Valdelvira